lunes, mayo 04, 2009

¿Quién sabe donde nace el viento?

Gustave Caillebotte Villas a Trouville


Una suave brisa empezaba a soplar del sur arrastrando consigo el aroma salado del mar mientras el sol dibujaba sobre el césped verde y los parterres multicolores sombras caprichosas, que al paso de las nube desaparecían. Ella estaba recostada en la tumbona jugando a cerrar los ojos y a no existir, pero el frescor que se mecía en el aire se lo impedía constantemente. La tarde pasaba despacio, lenta y suavemente despacio.
Él estaba recostado en el tronco del antiguo magnolio con la mirada perdida en el horizonte. Sus pensamientos reventaban como una irisada pompa de jabón en un delicado sonido, a penas perceptible. Entonces no quedaba más que un vago recuerdo de algo que fue.
La tarde cruzaba perezosamente las horas que faltaban para acabar. A un tiempo le seguía otro y era difícil adivinar que hora del día era, a no ser que se observara como el cielo había palidecido y mostraba ese color frágil en el que el azul aún se insinuaba
A veces los recuerdos mienten. Nos imaginamos cosas que no existen solo porque nos gustaría que hubiera sido así. Pero la realidad es muy distinta. Para ella era muy distinta.
Todo había cambiado extrañamente. La siluetas eran menos perfiladas, los colores mas empañados. Los aromas, incomprensiblemente, mas apagados. Sintió miedo de que los sonidos de su vida no tuvieran el eco de antes.
- El amor nunca se olvida.; Queda escondido para siempre en alguna parte del cerebro para volver a salir cuando uno menos se lo espera- se dijo a si misma como quien escucha el silencio de una voz que ya no es posible oír.
-¿Quién sabe donde nace el viento? ¿Sabes tú donde nace el viento?
Quiso preguntárselo. Sabía que era imposible que ella lo comprendiera. Hacia ya tiempo que entendió lo lejos que estaba de él. Cuando no se puede lo que se quiere hay que querer lo que se puede, y él aprendió a querer lo que podía alcanzar.
-¡Qué sencillo sería si todo estuviera escrito! Pensó mientras se levantaba y la miraba con ternura. Veía su pelo rojizo y mentalmente colocó su mano sobre esa flor de carne. Le gustaba imaginar, sentir la suavidad de su piel, la juventud que ofrecía y que, en cierta manera, le devolvía a él.
Un polvo fino entraba por la ventana y se posaba sobre todos los objetos mientras, a lo lejos, el sol tornaba los tejados rojizos, casi sanguinolentos, con sus últimos rayos

Que extraño era todo