miércoles, noviembre 11, 2009

Pedazos rotos del alma 1



Yo tenia una casa que se asomaba al mar, De eso debe de hacer al menos cincuenta años. Toda ella estaba rodeada de pinos por lo que en los días de vientos las olas del mar parecía que estaban batiendo en sus mismísimas puertas verdes .
Toda ella estaba pintada de azul. De un azul añil que hacia un contraste muy singular en los amaneceres grises del invierno y en las tardes de verano dañaba la vista. Mi padre decía que la había pintado así para que los demás supieran que allí vivían unos artistas.
Desde mi habitación se salía a una terraza en donde mama colocaba su caballete y se dedicaba a pintar el mar. Había cientos de cuadro con un solo tema: El mar. El mar en todas sus variantes; El mar calmo, el mar salvaje las olas que iban y otras veces las olas que venían. Las conchas sobre la playa. El sol en el horizonte desarrollándose como una cinta anaranjada en los atardeceres o el gris ceniciento del agua en los amaneceres… Todos los cuadros de mama trataban del mar.
En los largos tiros de las chimeneas mi madre pintó unas nubes blancas; Mi hermana y yo coloreábamos las conchas de la playa y las poníamos a secar en lo alto de la valla de casa Les untábamos una extraña mezcla, de la que ahora no acierto a recordar los ingredientes para que el viento no las tirara y el sofocante calor del mediodía las dejaba pegada con lo que mi barrera estaba rematada por conchas enormes de colores muy vivos. Algunas tardes íbamos los cuatro por los pinares buscando piñas secas para colorearlas con las pinturas que mama desechaba y con ellas rematábamos las torretas de la valla.
Es quizás por ello que la gente del pueblo no nos entendían y por eso cuando paseábamos en bicicleta por la avenida principal nos señalaban descaradamente.

Mi abuelo venia a pasar un fin de semana una vez en el verano. Entonces mi madre y Petra hacían arroz con leche y yo era la encargada de tostarlo con el brasero
Le recuerdo perfectamente vestido de blanco, con su panamá de rejilla blanco bajándose del coche, solo cuando Juanito le abría la puerta trasera. Casilda, mi hermana, mi madre Petra Juana que cuando venia mi abuelo venia a ayudar esos días, y yo, nos colocábamos en fila como esperando pasar revista. Mi padre, cuando él venia, nunca estaba en ese momento, por lo que se perdía la inspección. A nosotros nos hacia risa pero él nunca pudo soportarlo.
El abuelo tenía una buena talla ya entrado en canas. Sus ojos negros con esa mirada limpia y franca, rebosaban inteligencia. Su nariz, tan peculiar, conocimiento. Pero su barbilla ancha era seguramente lo que le daba superioridad, superioridad que usaba frecuentemente con papa, aunque no era con el único.