miércoles, noviembre 21, 2012

Una tristeza teñida de, quizás amor, quizás desamor














Rossana Stagnaro Frìas






Ya hacia tiempo que repetía continuamente la misma operación. Se estaba convirtiendo en una obligación; En una dulce obligación. Miraba a un lado y a otro, esperando no ser descubierto y abría el teléfono disimuladamente, buscando la aplicación que le llevaba a mirar la misma fotografía de siempre que ni siquiera era ella. Eso le hacia sentirla muy cerca, como si la poseyera en el silencio. Se sentía en esos segundos, triste. Sabia que estando cerca de ese constante deseo, estaba cerca de ella y también cerca del dolor que busca escuchar solamente el propio eco.
Cuando ella estaba “en línea” sentía correr al galope el deseo y eso le hacia la aventura mas arriesgada y a la vez mas excitante.
A veces se atrevía a escribir (desarrolló un extraño manejo de las letras virtuales del teléfono disimuladamente para con un dedo) pero rápidamente lo cancelaba avergonzado y mirando a todas partes. Temiendo haber sido descubierto guardaba el teléfono disimuladamente y entonces miraba como si buscase algún punto indeterminado en el horizonte aunque lo que de verdad miraba era la madera carcomida de la puerta de una vieja hacienda del cuadro de encima del mueble, que cada vez se le hacia mas extraña. Ya no recordaba aquel lejano Junio tan caluroso sentado en el jardín de la Hacienda pintándola
En otras ocasiones, ya derrotado, se levantaba y buscaba la protección del ordenador donde le escribía, mensajes, sabiéndose a salvo de todo. Incluso de ella. También, entonces, en aquel momento cancelaba el envío a sabiendas de que ella nunca le respondería. O no le respondería lo que él quería. En esos momentos, sabia que no es posible poseer nada que se refleje en un espejo; Una imagen, una sombra, no puede asirse ni se puede besar. Le cansaba la intensidad de lo que estaba viviendo porque se estaba engañando con lo que podría haber sido de no habérselo impedido otro sueño de lo que podría haber sido.
Había especulado tantas veces con el momento de reencontrase con ella, si es que alguna vez sucedía, que de tanto detenerse en aquella imagen se le había desdibujado en la mente igual que un viejo recuerdo que al cabo de los años se le antojaba más inventado que ocurrido
Eran sus ojos lo que siempre recordaba de ella. De una forma más precisa aún que el color de su pelo o el sabor fugaz de sus labios. Se le antojaban tan dulces como los recordaba. No se veía con fuerza suficiente para confesarle que cada vez que cierra los ojos ve los suyos. Esos ojos por los que había envidiado tanto a sus amantes, que los habían mirado hasta derrocharlos.
Atrapó ese recuerdo para siempre, porque tal vez fuera el último.
Mientras contemplaba la figura de ella empequeñeciéndose en la memoria, a medida que se adentraba en el olvido descubrió que nunca le había amado y, tragó saliva con gran esfuerzo, le dolía pensar que jamás en su vida le amaría.
Como cuando vas por la calle inconsciente rozando la pared con la yema de los dedos. No hay dolor hasta que no adviertes la sangre. Así era su vida: Una tristeza teñida de, quizás amor, quizás desamor