Sorbos cortos con sabor a besos largos
¿Sabíais que los castaños son los primeros árboles en revelar
la llegada de la primavera? Con su verdor entierran ese otoño que avantonamente
se aleja.
Escribir es un puente de papel a la vida. Freud decía
que lo único que puede hacernos felices es la realización de nuestros deseos
infantiles.
Ahora, cuando creo que
lo más importante que ha sucedido en mi vida, ya ha pasado, escarbo en
los recuerdos y traigo esos instantes que se van confundiendo en la
memoria como esos veranos que
terminaron.
Se convierten en relatos que dejan ese poso de vida
pasada. De pensamientos hechos a lo largo de los años. Relatos, retazos,
retales del poso que permanece, aferrándose a la memoria.
Quizás esas hablillas sean mis deseos infantiles. Ese
niño que se sentaba en las tardes de
frío en Cazulilla a inventar historias
de imposibles, de islas apartadas, de
piratas y muy al
fondo el mar, que sólo se percibía como una luz y un perfume remoto.
Entonces era un comienzo. Un presagio de lo que estaba
por venir.
Pensaba en cualquier relato a sabiendas que era
ficticio, que lo usaba como una cortina de humo para dejar de ser ese niño que
se sentaba en las tardes frías de Cazulilla a inventar y
entonces me daba un chute emocional cuando lo plasmaba en un papel.
Estaba
escribiendo lo que quería sentir, lo que quería que fuera cierto. Estaba
sembrando mis ilusiones y me agarraba a ellas como una nube al cielo que la
sostiene. Eso era todo.
Los años pasaron no voy a decir vertiginosamente, pero
si que pasaron dejando sobre mi vida una victoria invisible, una fisura angostísima
en la escayola de mi molde.
Y ahora quiero poder sentarme bajo aquel castaño
teniendo otra vez veinte años, un sueño para acariciar y una novia para esperar.
Sentado allí aposté por sentirme feliz como casi había olvidado que se puede
ser feliz
Eso es lo que yo quiero rescatar ahora, con mi edad. Y
así lo rescato cuando escribo. Cuando escarbo en la memoria, evocando sin precisión
alguna , tendiendo ese puente de papel a la vida